A finales del año pasado se cumplieron 20 años de la publicación del primer álbum de Rage Against the Machine. El disco (aún se editaban discos entonces, aunque yo me compré el cassette) no tenía ningún título aparente. Quizá era el título era el nombre del grupo. O quizá era, simplemente, la foto de la portada: la famosa foto de un monje budista quemándose a lo bonzo en Vietnam a principios de los años 60.
Para celebrar este aniversario, Rage Against the Machine decidió sacar al mercado una caja 20 aniversario edición deluxe. Una celebración deluxe es sorprendente para un grupo que se
declara abiertamente de extrema izquierda y considera un gran honor celebrar un concierto multitudinario al aire libre en La Habana (no hay noticias, eso sí, de que los miembros del grupo hayan decidido seguir el ejemplo de Willy Toledo y mudarse a Cuba).
La caja deluxe, además, salió a finales de noviembre, una fecha muy apropiada para beneficiarse de las abundantes compras navideñas que, según algunos, han desvirtuado la Navidad convirtiéndola en una celebración exclusivamente consumista (a mí, por desgracia, nadie me regaló la caja).
Y es que debo admitir que, pese a su trasnochado mensaje político y flagrantes contradicciones, me gusta mucho Rage Against the Machine. Nunca les votaría, ni donaría dinero a una causa por ellos promovida. Pero sí que he comprado sus discos, fui a su concierto en la cubierta de Leganés en el 2000 y les escucho con asiduidad, sobretodo, en el coche. Mi álbum favorito es, precisamente, este primero del que os estoy hablando. Su mezcla de rock duro, rap y funk genera una energía descomunal.
Mi tema favorito de este álbum es “Take the Power Back.” Pero hay otro, titulado “Bullet in the Head,” cuya letra voy a usar para ilustrar la idea principal que os quiero transmitir hoy.
La canción gira entorno al supuesto lavado de cerebro al que gobiernos y empresas someten a los ciudadanos para que les compren sus ideas y productos. Lo de siempre, vamos, en
la tradición de canciones-protesta.
Una de las frases más repetidas a lo largo de la canción es la siguiente: “They say jump, you say how high.” La frase se traduce más o menos así: “Te dicen que saltes, tú dices cómo
de alto.” (Por cierto, si alguno de vosotros es aficionado a la batería, recordará el brutal break tras el primer coro del tema: pa-pa-du-du-pa du-papa-du-du-pa-du-pa).
Menciono la frase porque es un ejemplo llamativo y sonoro de un comportamiento tan habitual como dañino para una empresa: el peloteo. En la visión del mundo de Rage
Against the Machine, los ciudadanos estamos prácticamente lobotomizados por poderosas fuerzas capitalistas que nos obligan a hacer cosas que en el fondo no querríamos hacer (y de las que, al parecer, sólo conseguimos zafarnos cuando compramos los discos de Rage y no, por ejemplo, los de Brittney Spears).
Evidentemente, no comparto en absoluto esta idea de que las personas somos unos zombies alelados en manos de los poderosos. Al contrario, creo firmemente que cada uno de
nosotros es el mejor juez para decidir lo que le conviene y lo que no.
Pero “They say jump, you say how high” sí que me sirve para definir un estado de ánimo de algunos trabajadores frente a sus jefes cuyo triunfo ocurre siempre en perjuicio del buen funcionamiento de la organización. Estado que podría definirse también como “Splash” en honor de los avezados concursantes de los programas de saltos de trampolín que tan de moda se han puesto en la tele.
Según el diccionario de la RAE, “hacer la pelota” significa adular a alguien para conseguir algo. Adular, a su vez, significa decir o hacer algo por el mero hecho de que se crea que puede agradar a otro. Al hilo de ello, ¿de dónde viene la expresión “hacer la pelota”? Sometiéndome al oráculo de Google, encontré distintas explicaciones, lo que seguramente quiera decir que no está muy claro de dónde viene. Pero, la historia más relevante para lo que os quiero contar es la siguiente.
Hace 200 años, el rey de España Fernando VII se prendó del último grito en pasatiempos refinados del momento: el billar. Jugaba a todas horas con sus nobles y cortesanos. Siendo sus cortesanos lo que eran, su función alrededor de la mesa de billar no era, evidentemente, la de intentar ganar la partida. Era, más bien, dejar las bolas colocadas de tal manera que el rey ganase siempre. A estos cortesanos se les empezó a conocer como “pelotas” y así hasta hoy.
Esta explicación es buena porque refleja una concepción tradicional del poder que, de aplicarse en la empresa moderna, la llevaría directamente a la ruina. Dentro de este esquema despótico, el jefe es la fuente de todo poder y buen juicio. La cercanía al jefe depara influencia, estatus e iluminación. En virtud de ello, todos los esfuerzos de los cortesanos están dirigidos a adular al rey y a compartir el máximo espacio de tiempo posible con él.
La influencia en este esquema de poder depende, pues, mucho más de “estar” que de “hacer.” La gestión por resultados está marcada por el hecho de que el indicador más relevante es “estar” cerca del rey más que “hacer” nada en particular (y, sobretodo, no hacer algo que pudiese mejorar el bienestar de los ciudadanos).
Si un jefe se rodea de gente que no tiene más preocupación que intentar adivinar qué es lo que le gustaría escuchar, su organización se debilitará al tener las prioridades equivocadas. Es exactamente lo que le pasó al reino de España bajo Fernando VII –probablemente el peor rey de España en más de 300 años- con invasiones, traiciones y guerras civiles varias.
En el caso de una empresa, el resultado será su quiebra. Esto es así porque los trabajadores van a estar mucho más preocupados da intentar adivinar la opinión de su jefe que la de sus clientes. Y por listo que sea el jefe o lo dispuesto que esté a subirle el sueldo a sus aduladores, los que generan los ingresos de la empresa son los clientes y no él.
En función de ello, el jefe de una empresa rentable necesita que la información fluya de abajo arriba (desde los clientes a su despacho) con la menor distorsión posible. Y, sin embargo, los pelotas no transmiten información; la empaquetan para convertirla en un halago asimilable a un regalo con lazito que le haga la mayor ilusión posible al jefe.
Todos sabemos que, a menudo, la ilusión del regalo está basada más en la expectación que se crea al desempaquetar el regalo que en su contenido. Para la dirección de una empresa, la prioridad debe ser exactamente la contraria: el contenido de la información debe ser mucho más importante que su envoltorio.
Esto afecta también a las malas noticias: un pelota nunca quiere dar malas noticias a su jefe. Y, sin embargo, un jefe que ignore los problemas de su empresa estará permitiendo que crezcan en vez de buscándoles solución.
Las noticias más urgentes siempre, siempre son las malas. El mensajero podrá ser testigo del enfado del jefe al conocerla, pero nunca deberá convertirse en su responsable por el mero hecho de transmitirla.
En este sentido, una información particularmente importante que un pelota asimilaría con las malas noticias pero que no lo son en absoluto son las quejas de los clientes. Un cliente que presenta una reclamación es el mejor consultor de la empresa: está señalando un problema y presionando para que se solucione. Por ello, el canal de comunicación interna más importante de todos seguramente sea el que transmite las quejas; un pelota no es más que una obstrucción para este canal.
Pero, no es sólo la información la que debe transmitirse con claridad hacia arriba en una empresa; también son las opiniones. El análisis de la información siempre está basado en la subjetividad de quien lo haga. Personalmente, no creo en los análisis objetivos; creo en su subjetividad siempre, claro está, que esté basada en argumentos. Lo importante no es tanto la opinión cuanto los argumentos que se utilizan para llegar a ella.
Cuando el jefe pide su opinión a un pelota, la respuesta de éste no está basada en lo que cree adecuado sino en lo que cree que el jefe cree adecuado. Los pelotas suelen tener pocos argumentos más allá del “buena idea, jefe” (los más expertos consiguen desarrollar argumentos que el propio jefe no había considerado para darse la razón a sí mismo, pero eso no es argumentar).
Sin embargo, los argumentos que aportan valor añadido son los que parten de la realidad de la empresa y de su mercado tal y como es percibida y no de la previsible opinión del jefe. Un buen jefe siempre sabrá valorar la confrontación de ideas y argumentos para ayudarle a tomar una decisión.
Dicho todo esto, no hay que confundir el peloteo ni con la cortesía ni con la lealtad. Por agitados que sean los debates, es importante mantener siempre el respeto por los demás. No es menos pelota el que más fuerte pega los puñetazos encima de la mesa; es simplemente el más maleducado.
Y en cuanto a la lealtad, el buen funcionamiento de la organización depende también de que se apliquen las decisiones tomadas en la cúpula aunque no sean las defendidas inicialmente. Las decisiones, una vez tomadas tras oír las distintas posiciones, deben ser ejecutadas con rapidez y eficiencia. La lealtad exige tanto expresar la discrepancia frente a lo que se cree equivocado como aplicar lo que haya decidido el órgano responsable de hacerlo.
A los pelotas les encanta la parte de ejecutar órdenes. Su autoridad se basa en transmitir órdenes y poder decir con voz impostada “el jefe dice que hay que hacer esto.” Sin desmerecer la importancia de la ejecución de las decisiones, lo realmente difícil de una decisión no es descolgar un teléfono para transmitirla sino tomarla. En ese proceso de toma de decisiones, los pelotas aportan muy poco valor añadido.
Otro defecto de los pelotas es que malinterpretan las broncas. A todos nos han echado la bronca alguna vez. Unas veces nos han caído de manera justificada y otras veces no. La reacción del pelota cuando se le llama la atención es … hacer más la pelota. Lo juzga todo en función de cuestiones de imagen (la suya ante todo, claro) y, ante un toque, interpreta que deberá esforzarse más para estar atento a los deseos del jefe.
Y, sin embargo, lo realmente importante es reconocer cuando nos hemos equivocado y buscar cómo corregir algún error profesional. Un buen ejemplo de la reacción de un no pelota ante una llamada de atención es la da Jorge Sarasola. Jorge es el fontanero guipuzcoano franquiciado al que se entrevista en el boletín informativo de Reparalia de abril pasado.
A la pregunta de “¿Qué es lo que hizo decidirte a pasar a formar parte de la red de franquiciados de Reparalia?,” Jorge responde aludiendo al fuerte compromiso de la delegación norte con sus franquiciados y a que “siempre que los he necesitado, han estado ahí para ayudarme.” Y, a continuación añade, “lo cual no quita para que de vez en cuando, cuando me equivoco, me lean la cartilla.”
Un no pelota admite que se equivoca y acepta que le corrijan. Un pelota sólo ve malentendidos e injusticias que impiden que se reconozca todo el bien que trae a la empresa. Un no pelota quiere que se le juzgue por sus resultados; un pelota quiere que se le juzgue por la imagen que de él tiene su jefe.
En mi trabajo os aseguro que he visto bastantes pelotas en acción. Y es que he desarrollado una parte importante de mi vida profesional en una tarea tan proclive al peloteo como es la política. Las reglas de juego de la política española son particularmente proclives a ello porque la carrera política está basada en gran medida en la opinión que de ti tengan tus jefes en el
partido político y no los votantes.
Al pivotar el sistema electoral sobre unas listas cerradas y bloqueadas, la voluntad que más cuenta para ser diputado es la de quien hace las listas. Esto lleva a fomentar la obediencia y la sumisión como prioridad entre quienes quieran tener una larga carrera política.
Este y otros factores llevan a que los partidos políticos estén excesivamente burocratizados y, en virtud de ello, el poder en su interior se ejerza de arriba abajo y no abajo arriba como
sería lo lógico en una organización que la propia Constitución prevé tenga un funcionamiento democrático.
Dado este sistema, no es de extrañar que todas las encuestas reflejen un enorme desencanto de los españoles hacia sus representantes políticos. Cuando una carrera profesional está basada en unos incentivos que llevan a hacerle la pelota a los jefes dejando a los ciudadanos en un segundo plano, la cosa no puede acabar bien.
Dicho esto, una política basada en hacerle sólo la pelota a los votantes –también conocida como “populismo”- es igualmente nociva. La clave es escuchar y rendir cuentas a los ciudadanos sabiendo que las decisiones que se deban tomar podrán no ser populares pero si necesarias para asegurar el interés de todos.
Fue la certeza de que las cosas deben cambiar lo que me llevó a escribir “Pisando Charcos,” el libro al que me dediqué tras dejar la consejería de Economía y Hacienda de la Comunidad de Madrid el año pasado. El título resume su espíritu inconformista. Propongo unas cuantas reformas políticas basadas en la idea liberal de que las concentraciones de poder –sean en las cúpulas de los partidos políticos o donde sean- son malas. Para acabar con ellas, las grandes decisiones se deben delegar –en particular, a través del voto- hacia ciudadanos individuales.
Dicho todo esto, estoy seguro de que alguno de vosotros estará pensando: “ya, ya, este viene aquí a sermonear contra los pelotas, pero seguro que se habrá hinchado a hacerle la pelota a sus jefes en el pasado.” Supongo que sí, algo lo habré hecho. Pero, sobretodo lo hice cuando no tenía nada mejor que decir: si se me pedía una opinión sobre algo y no tenía la información o criterio suficientes como para formarme una opinión propia, lo más socorrido era apelar a algo que hubiese dicho el jefe en el pasado.
Admito que fui consciente de la debilidad de mi propia respuesta cuando así lo hice. En este sentido, escribir “Pisando Charcos” es una propuesta elaborada para limitar el peloteo en la política española.
Quisiera agradecer a Stephen Philipps, vuestro consejero delegado, que, no sólo leyese el libro, sino que además me propusiese venir hoy a animaros a pisar charcos. Esto es literalmente lo que me dijo cuando le pregunté qué valor añadido podría traer yo a la convención de Reparalia.
No sé si será hacerle la pelota a Stephen decir que es una suerte que un jefe aliente el espíritu inconformista de su equipo. Bueno, para que engañarnos, sí que es hacerle la pelota. Pero, también es cierto que mi carrera política no depende de hacerle la pelota a Stephen, sobretodo sabiendo que no vota en las elecciones españolas.
De la misma manera, espero que ninguna carrera de un trabajador de Reparalia dependa de hacerle la pelota ni a Stephen ni a cualquier otro jefe. De lo contrario, estaríais defraudando a aquellos que tanto vuestras publicaciones como los mensajes en los muros de vuestras oficinas ponen en la cúspide de vuestras preocupaciones: vuestros clientes.
A ellos les debéis el esfuerzo por aportar ideas propias y meditadas a toda discusión interna en Reparalia. La satisfacción de los clientes dependerá de que le deis a Stephen y a todo el equipo directivo información relevante y opiniones elaboradas. Y es que, para pensar como Stephen, ya está Stephen. Lo que necesita Stephen es gente que no piense como él. Permitidme que lo repita, porque me parece la idea clave de mi mensaje hoy: para pensar como Stephen, ya está Stephen.
Y, en cualquier caso, Stephen, como los demás miembros del equipo directivo de Reparalia, tienen muchas cosas en la cabeza. Es crucial para un jefe saber que si él no está pudiendo dedicar tiempo a pensar en la solución de un problema, alguien más sí que lo está haciendo. Y que esa persona lo esté haciendo con el criterio de quien busca satisfacer a sus clientes y no a su jefe.
Dicho esto, me da la sensación de que vais por buen camino. Os pongo un ejemplo, aunque sea anecdótico. Visité vuestras oficinas hace unas semanas. Al llegar, como hace todo el mundo, le dije a la persona que se sienta en la recepción a quien había venido a ver y me quedé esperando. Aproveché para mirar los trofeos y demás objetos expuestos en el mueble de la entrada mientras, lo que hacía en el fondo era escuchar cómo atendía el recepcionista al teléfono.
Me sorprendió que el recepcionista también atendiese llamadas de clientes. No es habitual, pero, pensándolo bien, es buena idea. Salvo que la empresa reciba centenares de visitas, tiene todo el sentido que el recepcionista utilice horas muertas para atender a los que llaman a la empresa.
Soy incapaz de recordar de qué fue su conversación ni nada de lo que dijo. Pero recuerdo con total nitidez su actitud y tono a la vez educado, firme e informado. Tenía un total respeto por el cliente. Todos los que llamamos a un 902 esperamos que la persona que nos atiende tenga educación y conocimiento de causa. Esto no siempre es fácil; yo llamé una vez al número
de información de una operadora de telefonía móvil para que me explicasen la factura y la señorita que me atendió me tuvo casi una hora al teléfono, la mayor parte del tiempo con la musiquita puesta porque estaba intentando enterarse de las respuestas a mis preguntas. Me cambié de empresa, claro.
Además, el cliente no siempre se expresa con toda claridad. Pero, ya que es el cliente, el esfuerzo por entenderle debe estar del lado del que le atiende. Esa fue precisamente la sensación que me transmitió la persona en la recepción. Sabía de lo que hablaba y tenía una actitud resolutiva. No estaba ahí para hacerle la pelota al cliente con muchas palabras empalagosas, sino para solucionar sus problemas.
La profesionalidad de este recepcionista refleja no sólo sus cualidades individuales, sino también una cultura de empresa, la cultura de Reparalia; una cultura que no se limita a poner el nombre de la empresa en camisetas, sino que forma a sus empleados para satisfacer las necesidades de sus clientes. El recepcionista, claramente, había recibido una buena formación y estaba sacando el máximo provecho de ella.
Termino ya. Todos habréis oído en alguna película la famosa frase de un jefe despótico dirigida a un empleado compungido: “no te pago por pensar.” La escena viene muy bien para identificar al personaje merecedor de nuestra ira como espectadores. Pero, en la vida real, la frase se ha convertido en un anacronismo. Lo cierto es que, cada vez más, a todo el mundo se le paga por pensar.
No tengáis la menor duda de que a todos vosotros se os paga por pensar. Y que son vuestras ideas e iniciativas las que van a permitir que Reparalia siga creciendo y satisfaciendo a sus clientes. Vamos, que si vuestro jefe un día os pide que no penséis y saltéis, responded con absoluta cortesía que estaréis encantados de estudiar cómo vuestro salto ayudará a satisfacer los deseos de vuestros clientes, daros la vuelta y deciros a vosotros mismos la frase repetida 17 veces en el tema de Rage Against the Machine “Killing in the Name of.”
Muchas gracias.